Un discurso histórico en una gira histórica, bien podría
haber sido el título de este texto que sirve como antesala a un documento que
realmente vale la pena leer y analizar.
Es que Francisco, el Papa al que fueron a buscar los
cardenales al fin del mundo, según sus propias palabras, tras su emotivo paso
por Cuba, estuvo ayer en Washington, donde brindó un discurso ante el Congreso
de Estados Unidos.
No fue un discurso más, no sólo porque es la primera vez en
la historia que un Papa da un mensaje en el Capitolio, sino también, y fundamentalmente,
por el contenido del ese mensaje.
Francisco encontró las formas para lograr emocionar hasta a
los republicanos más conservadores, sin dejar de decir lo que pretendía respecto
a temas sensibles en el país del Norte y el mundo.
Llegó con su profundo mensaje de paz y esperanza al país del
negocio de la guerra, al que también le reconoció sus valores revolucionarios
de antaño; hizo una fuerte defensa de la inmigración reconociéndose a él y a
todos los presentes, como hijos y nietos de inmigrantes; hablo de la
recuperación de la familia por su rol social y sin encasillarla en lo
tradicional; solicitó, sin medias tintas, el fin de la pena de muerte como
castigo; homenajeo “la tierra de los libres y en la patria de los valientes” ligándola
necesariamente, a la inmensidad de nuestro continente, con el que se deben una
responsabilidad ineludible; y clausuro la jornada al mejor estilo peronista con
un “God Bless America”.
Fueron palabras sentidas, sin dejar de lado una línea
política que no es otra que la que viene profundizando desde el inicio de su
pontificado.
Sin más preámbulos, a continuación, el texto completo del
discurso de Francisco ante representantes; senadores; y jueces de la Suprema
Corte de los Estados Unidos.
Señor Vicepresidente,
Señor Presidente,
Distinguidos Miembros del Congreso,
Queridos amigos:
Les agradezco la invitación que me han hecho a que les
dirija la palabra en esta sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los
libres y en la patria de los valientes». Me gustaría pensar que lo han hecho
porque también yo soy un hijo de este gran continente, del que todos nosotros
hemos recibido tanto y con el que tenemos una responsabilidad común.
Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una
responsabilidad personal y social.
La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la
actividad legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación.
Ustedes son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a
defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda constante
y exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo de la política.
La sociedad política perdura si se plantea, como vocación,
satisfacer las necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus
miembros, especialmente de los que están en situación de mayor vulnerabilidad o
riesgo. La actividad legislativa siempre está basada en la atención al pueblo.
A eso han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.
Se trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en
una doble perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de
Israel simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia
de unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la figura de
Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad trascendente
del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su labor: ustedes están
invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y semejanza plasmada por
Dios en cada vida humana.
En esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a
ustedes, sino con ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos.
Aquí junto con sus Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar
con miles de hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar honradamente,
para llevar el pan a su casa, para ahorrar y –poco a poco– conseguir una vida
mejor para los suyos. Que no se resignan solamente a pagar sus impuestos, sino
que –con su servicio silencioso– sostienen la convivencia. Que crean lazos de
solidaridad por medio de iniciativas espontáneas pero también a través de
organizaciones que buscan paliar el dolor de los más necesitados.
Me gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la
sabiduría forjada por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a
través del voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos. Sé que son
muchos los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos construyendo esta
tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes que luchan por sus deseos
nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que saben
enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de los
adultos. Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a partir de
la memoria de su pueblo.
Mi visita tiene lugar en un momento en que los hombres y
mujeres de buena voluntad conmemoran el aniversario de algunos ilustres
norteamericanos. Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades
propias de los seres humanos, con sus muchas diferencias y límites, estos
hombres y mujeres apostaron, con trabajo, abnegación y hasta con su propia
sangre, por forjar un futuro mejor. Con su vida plasmaron valores fundantes que
viven para siempre en el alma de todo el pueblo. Un pueblo con alma puede pasar
por muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar
los recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad. Estos hombres y
mujeres nos aportan una hermenéutica, una manera de ver y analizar la realidad.
Honrar su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar, en el hoy
de cada día, nuestras reservas culturales.
Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham
Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos en el ciento cincuenta aniversario del asesinato del
Presidente Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado
incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva
aurora de libertad». Construir un futuro de libertad exige amor al bien común y
colaboración con un espíritu de subsidiaridad y solidaridad.
Todos conocemos y estamos sumamente preocupados por la
inquietante situación social y política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez
más un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad,
cometida incluso en el nombre de Dios y de la religión. Somos conscientes de
que ninguna religión es inmune a diversas formas de aberración individual o de
extremismo ideológico.
Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo de
fundamentalismo de índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la violencia
perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología, o un sistema
económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las religiones, de las
ideas, de las personas requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que
trabajar. Y, por otra parte, puede generarse una tentación a la que hemos de
prestar especial atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en
buenos y malos; permítanme usar la expresión: en justos y pecadores.
El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en
tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que
pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos
del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo
interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor
manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No.
Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de
reconciliación, de paz y de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar
nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que
abundan hoy. También en el mundo desarrollado las consecuencias de estructuras
y acciones injustas aparecen con mucha evidencia. Nuestro trabajo se centra en
devolver la esperanza, corregir las injusticias, mantener la fe en los
compromisos, promoviendo así la recuperación de las personas y de los pueblos.
Ir hacia delante juntos, en un renovado espíritu de fraternidad y solidaridad,
cooperando con entusiasmo al bien común.
El reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación
del espíritu de colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la
historia de los Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la urgencia de
tal desafío exige poner en común los recursos y los talentos que poseemos y
empeñarnos en sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las
convicciones de conciencia.
En estas tierras, las diversas comunidades religiosas han
ofrecido una gran ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante,
hoy como en el pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y de
amor, que busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad, pueda seguir
siendo escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento en la lucha por
erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud, que son fruto de grandes
injusticias que pueden ser superadas sólo con nuevas políticas y consensos sociales.
Apelo aquí a la historia política de los Estados Unidos,
donde la democracia está radicada en la mente del Pueblo. Toda actividad
política debe servir y promover el bien de la persona humana y estar fundada en
el respeto de su dignidad. «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos
los hombres son creados iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos
derechos inalienables; que entre estos está la vida, la libertad y la búsqueda
de la felicidad» (Declaración de Independencia, 4 julio 1776).
Si es verdad que la política debe servir a la persona
humana, se sigue que no puede ser esclava de la economía y de las finanzas. La
política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el
bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para
poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social.
No subestimo la dificultad que esto conlleva, pero los aliento en este
esfuerzo.
En esta sede quiero recordar también la marcha que,
cincuenta años atrás, Martin Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en
la campaña por realizar el «sueño» de plenos derechos civiles y políticos para
los afro-americanos. Su sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me alegro
de que Estados Unidos siga siendo para muchos la tierra de los «sueños». Sueños
que movilizan a la acción, a la participación, al compromiso. Sueños que
despiertan lo que de más profundo y auténtico hay en los pueblos.
En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado
esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en
libertad. Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los
extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les
hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de
inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho antes
que nosotros no siempre fueron respetados. A estos pueblos y a sus naciones,
desde el corazón de la democracia norteamericana, deseo reafirmarles mi más
alta estima y reconocimiento. Aquellos primeros contactos fueron bastantes
convulsos y sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios
del presente. Sin embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer
los pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir
ahora en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos las nuevas
generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda a los
«vecinos», a todo lo que nos rodea. Construir una nación nos lleva a pensarnos
siempre en relación con otros, saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la
lógica de la recíproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo
haremos.
Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin
precedentes desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Lo que representa
grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en este
continente, las miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte
en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo
de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para
nuestros hijos? No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien mirar a
las personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por
asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación. Una respuesta que siempre
será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea:
descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con
los demás como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).
Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso:
tratemos a los demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser
tratados. Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para
nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser
acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida,
demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que
usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La
regla de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y
defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo.
Esta certeza es la que me ha llevado, desde el principio de
mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición
mundial de la pena de muerte. Estoy convencido que este es el mejor camino,
porque cada vida es sagrada, cada persona humana está dotada de una dignidad
inalienable y la sociedad sólo puede beneficiarse en la rehabilitación de
aquellos que han cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos Obispos
aquí, en los Estados Unidos, han renovado el llamamiento para la abolición de
la pena capital. No sólo me uno con mi apoyo, sino que animo y aliento a
cuantos están convencidos de que una pena justa y necesaria nunca debe excluir
la dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación.
En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan
importantes, no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day,
fundadora del Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su
pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el
Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.
¡Cuánto se ha progresado, en este sentido, en tantas partes
del mundo! ¡Cuánto se viene trabajando en estos primeros años del tercer
milenio para sacar a las personas de la extrema pobreza! Sé que comparten mi
convicción de que todavía se debe hacer mucho más y que, en momentos de crisis
y de dificultad económica, no se puede perder el espíritu de solidaridad
internacional. Al mismo tiempo, quiero alentarlos a recordar cuán cercanos a
nosotros son hoy los prisioneros de la trampa de la pobreza. También a estas
personas debemos ofrecerles esperanza. La lucha contra la pobreza y el hambre
ha de ser combatida constantemente, en sus muchos frentes, especialmente en las
causas que las provocan. Sé que gran parte del pueblo norteamericano hoy, como
ha sucedido en el pasado, está haciéndole frente a este problema.
No es necesario repetir que parte de este gran trabajo está
constituido por la creación y distribución de la riqueza. El justo uso de los
recursos naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía del
espíritu emprendedor son parte indispensable de una economía que busca ser
moderna pero especialmente solidaria y sustentable. «La actividad empresarial,
que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo
para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde
instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos
de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si’,
129). Y este bien común incluye también la tierra, tema central de la Encíclica
que he escrito recientemente para «entrar en diálogo con todos acerca de
nuestra casa común» (ibíd., 3). «Necesitamos una conversación que nos una a
todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos
interesan y nos impactan a todos» (ibíd., 14).
En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable
para «reorientar el rumbo» (N. 61) y para evitar las más grandes consecuencias
que surgen del degrado ambiental provocado por la actividad humana. Estoy
convencido de que podemos marcar la diferencia y no tengo alguna duda de que
los Estados Unidos –y este Congreso– están llamados a tener un papel
importante. Ahora es el tiempo de acciones valientes y de estrategias para
implementar una «cultura del cuidado» (ibíd., 231) y una «aproximación integral
para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y
simultáneamente para cuidar la naturaleza» (ibíd., 139).
La libertad humana es capaz de limitar la técnica (cf.
ibíd., 112); de interpelar «nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos
orientar, cultivar y limitar nuestro poder» (ibíd., 78); de poner la técnica al
«servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más
integral» (ibíd., 112). Sé y confío que sus excelentes instituciones académicas
y de investigación pueden hacer una contribución vital en los próximos años.
Un siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre
inútil», en palabras del Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el
monje cisterciense Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración
espiritual y guía para muchos. En su autobiografía escribió: «Aunque libre por
naturaleza y a imagen de Dios, con todo, y a imagen del mundo al cual había
venido, también fui prisionero de mi propia violencia y egoísmo. El mundo era
trasunto del infierno, abarrotado de hombres como yo, que le amaban y también
le aborrecían. Habían nacido para amarle y, sin embargo, vivían con temor y
ansias desesperadas y enfrentadas». Merton fue sobre todo un hombre de oración,
un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos
para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor
de la paz entre pueblos y religiones.
En tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos
que se han realizado en los últimos meses y que ayudan a superar las históricas
diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado. Es mi deber construir
puentes y ayudar lo más posible a que todos los hombres y mujeres puedan
hacerlo. Cuando países que han estado en conflicto retoman el camino del
diálogo, que podría haber estado interrumpido por motivos legítimos, se abren
nuevos horizontes para todos. Esto ha requerido y requiere coraje, audacia, lo
cual no significa falta de responsabilidad. Un buen político es aquel que,
teniendo en mente los intereses de todos, toma el momento con un espíritu
abierto y pragmático. Un buen político opta siempre por generar procesos más
que por ocupar espacios (cf. Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente, ser un agente de diálogo y de paz significa estar
verdaderamente determinado a atenuar y, en último término, a acabar con los
muchos conflictos armados que afligen nuestro mundo. Y sobre esto hemos de
ponernos un interrogante: ¿por qué las armas letales son vendidas a aquellos
que pretenden infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos y la
sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos conocemos, es simplemente por
dinero; un dinero impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente.
Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema
y acabar con el tráfico de armas.
Tres hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas,
cuatro sueños: Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad
que se vive en la pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social
y los derechos de las personas; y Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la
apertura a Dios.
Cuatro representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré mi visita a su País en Filadelfia, donde
participaré en el Encuentro Mundial de las Familias. He querido que en todo
este Viaje Apostólico la familia fuese un tema recurrente. Cuán fundamental ha
sido la familia en la construcción de este País. Y cuán digna sigue siendo de
nuestro apoyo y aliento. No puedo esconder mi preocupación por la familia, que
está amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el exterior. Las
relaciones fundamentales son puestas en duda, como el mismo fundamento del
matrimonio y de la familia. No puedo más que confirmar no sólo la importancia,
sino por sobre todo, la riqueza y la belleza de vivir en familia.
De modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos
componentes de la familia que parecen ser los más vulnerables, es decir,
los jóvenes. Muchos tienen delante un futuro lleno de innumerables
posibilidades, muchos otros parecen desorientados y sin sentido,
prisioneros en un laberinto de violencia, de abuso y desesperación. Sus
problemas son nuestros problemas. No nos es posible eludirlos. Hay que
afrontarlos juntos, hablar y buscar soluciones más allá del simple
tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a riesgo de simplificar,
podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a
no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de
futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el
contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de
formar una familia.
Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo
Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres
«soñar» con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como
intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la
causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo;
siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo
contemplativo de Merton.
Me he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio
cultural, del alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando
forma y crezca, para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una
tierra que ha permitido a muchos soñar. Que Dios bendiga a América.