Se conoció ayer que la Presidente de Brasil, Dilma Rousseff, decidió
cancelar el viaje que tenía previsto para el 23 de octubre a los Estados
Unidos.
También se conoció, que la definición la tomó a raíz del
espionaje efectuado por el servicio secreto del país del norte a su persona y
algunos de sus colaboradores.
A su vez, se conoció que el propio Barack Obama, enterado de
la resolución de Dilma, la llamó en un intento por convencerla para que de
marcha atrás y se haga efectivo el encuentro entre ambos que iba a incluir una
cena de Estado – uno de los máximos honores que brinda EEUU a muy pocos
invitados-.
Desde luego, el llamado de Obama no alcanza, y la Jefa de Estado brasileña no
tiene pensado volver sobre sus pasos por una simple razón: El espionaje es un
ataque liso y llano a la soberanía de Brasil.
No alcanzan los llamados; el protocolo; y las cenas exclusivísimas.
No alcanzan porque Estados Unidos, tal cual su pretensión
imperial, no acostumbra siquiera a disculparse públicamente, algo que desde lo simbólico
hubiera contribuido, pero a la vez, porque consecuentemente tampoco garantiza
que estos episodios no se repitan.
No está en la lógica imperial no pretender espiar; controlar;
e intervenir, así como no lo esta manejarse con total impunidad y desparpajo.
Seguramente, tendremos a los rastreros de siempre que
anhelan las épocas del patio trasero despotricando contra Rousseff por las
famosísimas “formas”: “No son las formas”, dirán para ocultar que en realidad
no acuerdan con la defensa de la soberanía.
Por otro lado, tendremos a los elogiadores compulsivos de la
supuesta política de Estado no confrontativa de Brasil haciéndose olímpicamente
los boludos, cuando no adaptando su discurso con premisas en la nueva inserción
mundial del hermano país.
Lo cierto es que Dilma se plantó porque Brasil, como todos
los países de América del Sur que hoy viven procesos políticos populares, ya no
tolera intromisión alguna de Estados Unidos.
Sudamérica para los sudamericanos.
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