El miércoles pasado en latitudes escandinavas, ocurrió un hecho digno de ser destacado.
El parlamento del Reino de Noruega, puso fin a la relación entre el Estado y la Iglesia Estatal Luterana, es decir la institución religiosa oficial formalmente reconocida a partir de la constitución adoptada en 1814, tras la independencia de Dinamarca.
Votada por todos los partidos con representación parlamentaria, la enmienda constitucional que concluye la conexión política y económica entre el Estado Noruego y la Iglesia Estatal Luterana, viene a ser el corolario un proceso de acuerdos entre las partes.
Por lo tanto, contrariamente a lo que uno podría imaginar, la separación resultó un acto de mutuo acuerdo tal cual lo expresó Svein Arne LindØ, presidente del Concilio Eclesiástico, al afirmar a The Local Norways News: “una vez que se decidió cambiar la Constitución, fue un gran día para nosotros. Es un gran día tanto para la Iglesia como para el país”.
Es que la separación, no sólo implica que el Estado Noruego cesa en cuanto a ser el sostén económico de la Iglesia, sino que también y como contrapartida, lo obliga a renunciar al ejercicio de cualquier tipo de control sobre ella, e inclusive, a rescindir su potestad de nombrar pastores y obispos.
De allí, que los miembros de la jerarquía eclesiástica acompañen la enmienda constitucional que en la práctica, coloca a la ahora Iglesia Luterana a secas, en igualdad de condiciones respecto de todas las demás entidades religiosas del país.
Indudablemente, las condiciones y la relación Estado- Iglesia oficial, no son las mismas allí que en nuestro país.
Sin embargo, lo ocurrido no deja de ser útil para reabrir el debate sobre la relación entre el Estado Nacional y las instituciones religiosas en general, y la Iglesia Católica Apostólica Romana en particular.
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