Corrían las últimas horas del 5 de julio y en todo Grecia se
celebraba el contundente triunfo del Pueblo que le dijo No al ajuste pretendido
por la Troika – 61,31 a 38 por ciento fueron los guarismos finales de aquel referéndum-;
la comandancia económica de la vieja Europa que tiene a Alemania como su
conducción inamovible.
De aquel día al domingo pasado, fecha culmine para un acuerdo
entre el gobierno que encabeza Alexis Tsipras y el Eurogrupo, se vivieron días
de no más incertidumbre que los anteriores, pero sí de bastantes más
especulaciones respecto del abanico de posibilidades que manejaba Syriza en
tanto partido gobernante, tras el espaldarazo en las urnas.
Seguramente, el camino del acuerdo definido el domingo, era,
entre las posibilidades, la que más pagaba, pero no en los términos en los
cuales fue firmado.
Es que el mismo, propone un tercer desembolso de euros para
Grecia – el neoliberalismo lo denomina rescate aunque en la práctica se traduce
como un flagrante avance en la capacidad de decisión de políticas soberanas- a
cambio de un brutal ajuste que incluye la reforma del sistema previsional; la
privatización del sistema energético; el tratamiento legislativo de reformas de
flexibilización laboral y de garantías para salvaguardar al sistema financiero;
el aumento del IVA; los recortes que hagan falta a fin que el Estado griego
llegue al déficit cero; y probablemente
lo más humillante desde lo simbólico: el compromiso para retirar, enmendar o
compensar con medidas equivalentes, toda la legislación introducida por el
actual gobierno que fuera contraria a los acuerdos anteriores con la Troika.
Lo que bien puede denominarse una claudicación de Syriza –
cabe destacar que lejos está en la interna de haber logrado unanimidad- ante un
Eurogrupo que lejos de pensar en interpretar el mensaje de las urnas el día 5,
ha decidido avanzar buscando una rendición incondicional seguido de la
imposición de un nuevo “Tratado de Versalles”.
El porqué del acuerdo firmado por Tsipras, decididamente
ajeno a todo lo que su gobierno vino llevando adelante, seguramente pueda
encontrarse en la soledad griega a la hora de plantear su voz disidente en Europa,
pero fundamentalmente a los miedos propios fundados en las enormes limitaciones
que tiene el país heleno en materia económica y productiva.
Enormes limitaciones que son producto de sus carencias en
cuanto a los desarrollos en materia de industria; agroindustria; y consumo
interno, pero que también y en relación a todo ello, son producto de su inserción
en un modelo continental que viene profundizando inequidades entre países al
paso que socaba la soberanía de aquellos Estados de la Europa clase C.
Grecia es un país preso de un engranaje económico; social; y
cultural que gobierna una unión que está concebida como plataforma para los
poderosos – los de las corporaciones y quienes gobiernan para ellos en los
Estados clase B con Alemania, el único A, a la cabeza-.
Sólo a partir de estas limitaciones se puede entender una claudicación
a la cual se llega poniendo en la balanza un referéndum que Tsipras debe considerar como insuficiente
para dar el golpe; para romper los esquemas y patearle el tablero al gobierno
neoliberal de facto que hace y deshace todo en el viejo continente, donde la democracia
liberal a diario se deslegitima.
Una democracia liberal que no paga, no sólo porque los
pueblos eligen representantes que no dan respuesta a sus demandas por el simple hecho de que las decisiones políticas las toman otros, sino también porque aun
cuando aquellas se ponen de manifiesto en actos institucionales como el del 5 de
julio, tampoco se traducen necesariamente en un capital político que sea capaz de dar la
disputa soberana.
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