Ayer, una vez más, los millonarios asistimos a una
consagración local – la trigésima quinta en la era profesional-, que sin
embargo no fue como tantas otras.
No lo fue, no porque como dijera algún comentarista “Ramón
lo hizo de nuevo”, ni tampoco porque haya logrado conformar un equipo que desparrame
buen fútbol – entiéndase jogo bonito; toque y devolución; paredes y pases a la
red- durante todo el torneo, más allá de que este River, tuvo pasajes, en casi
todos los partidos, de buen juego.
Lo fue por el pasado reciente, por lo que hemos sufrido en
tanto hinchas y porque es justamente el ver hoy a River campeón, lo que da cuenta
de su grandeza histórica; esa que radica en el haberse puesto de pie tras los
años erráticos y la humillación que significa descender en la cultura futbolera
argentina.
Y se puso de pie construyendo un equipo que juega en la
cancha como tal, y que al margen de sus limitaciones, intenta plasmar la
histórica idea del fútbol paladar negro riverplatense, algo que en estos
tiempos de regularidad – entiéndase mediocridad- futbolística local, lo enaltece.
Por esto, por salir primero intentando llevar adelante una
idea de juego a pesar de las dificultades y las lagunas que también existieron,
mi agradecimiento a Ramón Ángel Díaz y su tan demonizado cuerpo técnico –
gracias Emiliano, la fila de los que te deben una disculpa avanza a paso lento
desde ayer a la noche-.
Mi agradecimiento por su trabajo, Inculcando que correr no
sirve de nada si no se sabe en función de que se corre y que en River se juega
con la pelota rodando por el césped, y también, por su capacidad para plantear
cada partido y nunca abandonar la búsqueda de un funcionamiento colectivo
ligado a la creatividad ofensiva.
Gracias Ramón, por permitirnos campeonar recuperando de a poco, la identidad
riverplatense.
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